Cinco cuerpos yacen en el suelo, tapados cada uno con una frazada ploma. Están acomodados lado a lado sobre el frío piso de cerámica del hospital México, en el municipio de Sacaba, capital de la provincia del Chapare –el último bastión del expresidente Evo Morales–. Cuatro de ellos tienen un papel con un nombre que los identifica. Una mujer de pollera, vestimenta de las mestizas indígenas, entra en el ambiente y se derrumba frente a uno de los cadáveres. No puede contener el dolor y solo llega a articular las siguientes palabras: “Despierta papito. Despierta papito, dime que estás durmiendo…”.
La mujer rompe en llanto en una de las noches más oscuras de Cochabamba, ciudad al centro de Bolivia, donde la crisis política, a casi una semana de la conformación del Gobierno de la autoproclamada presidenta interina, Jeanine Áñez, ha resultado en la muerte de nueve personas y cientos de heridos afines al exlíder cocalero tras un choque con el ejército y la policía el pasado viernes, según dio a conocer el Defensor del Pueblo de Cochabamba, Nelson Cox.
Un día antes, los diferentes movimientos sociales afines al líder cocalero decidieron organizar una marcha en contra del Gobierno interino de Áñez, apoyando al expresidente y contra la quema de la wiphala –bandera que fue reconocida como símbolo patrio durante el primer mandato de Morales–. El objetivo era dirigirse desde el municipio de Sacaba hacia la ciudad de Cochabamba, realizar una concentración en la urbe y posteriormente continuar su viaje hacia La Paz, la sede de Gobierno, donde proseguirían con su protesta, según dieron a conocer distintos representantes sindicales.
Para evitar enfrentamientos entre los opositores y afines a Morales, la policía y el ejército estableció un cerco en la zona de Huayllani, a solo dos kilómetros de Sacaba. La tensión se sentía en el ambiente, como una mecha de un cartucho de dinamita llegando a su fin. Después de cuatro horas de espera, no hubo ningún intercambio violento y los cocaleros decidieron replegarse a Sacaba. Sin embargo, este sector, caracterizado por su tozudez y determinación, solo recargó energías para volver a intentarlo al día siguiente.
Alrededor de medio día del viernes (hora local), las fuerzas del orden y los seguidores de Morales tuvieron otro careo en Huayllani. La violencia estalló después de que ambas partes intentaran negociar para que se permita el paso a los movimientos sociales, diálogo que fracasó. La policía demostró con pruebas que casi una centena de personas portaban explosivos caseros, dinamita, además de armamento como escopetas. La desesperación pudo más del lado de los manifestantes y rebasaron el primer cordón policial. La respuesta inmediata fue la represión con gases lacrimógenos.
Sabina, una de las manifestantes –nombre ficticio para preservar su seguridad–, recuerda que el choque entre ambos bandos se extendió al menos por dos horas. Del lado de los afines a Morales se lanzaron explosivos artesanales, cohetes y se escucharon explosiones más fuertes, como de dinamita, recuerda. También se escucharon disparos, momento en el que todo se desbordó y comenzó la represión hacia los campesinos. “Han empezado a sobrevolar los helicópteros como si fuera una guerra y nos estuviéramos peleando con otro país”, recuerda en medio de llanto.
Casi finalizando la tarde, el hospital México era un caos. Llegaba gente herida por todos los frentes, manchada con sangre, cojeando o malherida. Las instalaciones del centro médico no abastecían para la cantidad de personas que llegaban. Había médicos atendiendo a personas en colchones en el piso afuera del sanatorio. Una interna actualizaba con marcador rojo la lista de heridos en la reja. El ruido de las sirenas de las ambulancias que iban y venían se fundía con un grito desesperado que clamaba “¡Nos están matando! ¡Nos están matando!”.
Alrededor de las doce de la noche del viernes, los centros médicos de Cochabamba que se colapsaron un par de horas antes por familiares que buscaban a sus heridos, quedaron vacíos. A unos kilómetros de donde ocurrió el choque entre ambas partes, pasando entre barricadas, fogatas y wiphalas, se veían cinco féretros con arreglos florales y velas que se iban consumiendo. Rostros tristes, pensativos y enojados. Nelson Cox, el Defensor del Pueblo, estaba ahí, explicando la importancia de efectuar la autopsia a los fallecidos para determinar la causa de muerte, procedimiento que los manifestantes se saltaron cuando decidieron marchar del hospital México hacia Huayllani cargando a sus muertos.
Beatriz Choque, una joven productora de coca, increpaba a Cox sosteniendo en su mano un casquillo de un arma de alto calibre y un cartucho usado de gas lacrimógeno: “¿Esto es la manera de llevar paz a Bolivia? No lo creo. Nos están reprimiendo como en Venezuela”. Teresa González, una agricultora, no podía contener el llanto y explicaba en quechua que durante 13 años, durante el mandato de Morales, lograron vivir tranquilos, sin asistir a manifestaciones ni ser reprimidos. “Solo en cuatro días, ya ha habido enfrentamientos, ya ha habido matanzas a la gente del campo, nos han masacrado a bala”, continuaba con su relato.
La última vez que hubo un enfrentamiento de esta magnitud en Cochabamba se registró hace 12 años, un 11 de enero, cuando los productores de coca permanecieron varios días en la ciudad exigiendo la renuncia del entonces gobernador de la ciudad, Manfred Reyes Villa, y los citadinos salieron a su confrontación. En ese funesto día fallecieron tres personas. Ahora la ciudad al centro de Bolivia suma otra página negra a su historia. Después de varias horas de conversación caldeada con Cox, los cocaleros aceptaron llevar a sus muertos a la autopsia por la mañana. Algunos volvieron a sus conversaciones habituales. Otros guardaban silencio. Una leyenda escrita en rojo en un pasacalles sintetizaba el sentir de los presentes: “Justicia para nuestros muertos”.