La islandesa Heiða Guðný Ásgeirsdóttir , ojos azules, pelo rubísimo, figura esbelta y 1,81 metros de altura, fue descubierta en su adolescencia por una agencia de modelos. Llegó a quedar segunda en un concurso de fotogenia en Nueva York y tenía ofertas para desfilar en Milán. Todo el mundo le auguraba un brillante futuro en las pasarelas, pero entonces se preguntó: “¿Y quién cuidará de la granja de mi familia en Islandia cuando mis padres se jubilen?
¿Quién recogerá las ovejas en las brañas? ¿Quién las ayudará a parir? ¿Quién? En Nueva York supo que esa era la existencia que ansiaba. Estercolar, sembrar, recolectar y rastrillar. Segar, esquilar, reparar los cercados, reconstruir los oviles, ayudar en las parideras… Regresó y gracias a eso, aunque las tierras y los animales no le dejaban ni un minuto libre, lideró el rechazo a un megaproyecto hidráulico que amenazaba con arruinar el paisaje de su infancia.
La vida de Heiða, que hoy tiene 41 años, se refleja en un libro de no ficción de Steinunn Sigurðardóttir, un referente de las letras de Islandia. La novelista descubrió un filón cuando averiguó quién estaba detrás de las protestas contra la central hidroeléctrica de Búland. Sus conversaciones con esta mujer apasionante dieron lugar a Heiða, una pastora en el fin del mundo , un superventas en su país traducido ahora al castellano por Enrique Bernárdez para Capitán Swing.
Durante su corta carrera como modelo, viajó muchísimo. Ahora ha cambiado los hoteles de lujo por las granjas. Ha realizado cursillos para esquilar en Escocia e Inglaterra , y ha participado en un campeonato en Nueva Zelanda de esta especialidad, que algunos querrían convertir en deporte olímpico. El irlandés Ivan Scott tiene el récord mundial: esquila una oveja en menos de 29 segundos con una afeitadora eléctrica. Los supercampeones pueden rapar 700 en diez horas.
El rebaño de nuestra granjera tiene unas 500 cabezas. En el tiempo de esquileo, ella se ocupa de entre 60 y 70 ejemplares al día. Hay que tener mucho cuidado para no hacer daño a los animales. Es una tarea ardua, pero a Heiða Guðný Ásgeirsdóttir le encanta. No se arrepiente de haber dado el paso. Siempre quiso ser granjera, no la mujer de un granjero. Jamás utiliza esa expresión porque “implica que la mujer no es la granjera, sino la esposa de uno”.
Creció en la región de Skaftártunga, en el suroeste del país, entre los ríos Hólmsá y Skaftá. Es una zona tan bella como hostil. Se llama Heiða porque sus hermanas mayores estaban enamoradas del personaje de Heidi. Y, como Heidi, ella también pastorea, pero su carácter está en las antípodas de este dulce personaje de la literatura infantil. Guante de seda en mano de hierro, desafió y derrotó a la todopoderosa empresa energética Suðurorka.
Heiða conoce cada palmo de su país porque lo recorre de punta a punta cada año. Los topónimos reflejan la dureza de estos parajes: Snjóagil (barranco de las nieves), Snojódalagljúfur (cañón de los valles nevados), Snaebýli (alquería de las nieves). La granja de la exmodelo es la última al oeste del afluente Tungufljót. A ella le gusta decir que está “en los confines del mundo habitable”, de ahí el subtítulo de la obra sobre su vida (Una pastora en el fin del mundo).
Ella y una amiga se han especializado en realizar ecografías a ovejas preñadas. Cuando se acerca la temporada de partos visitan casi todas las explotaciones ganaderas de la región. Saber de antemano si las ovejas parirán uno, dos o tres corderitos es imprescindible para garantizar el bienestar del rebaño. Las madres con tres corderos necesitarán alimentación de refuerzo y, tras dar a luz, es conveniente retirarles uno para que lo amante otra hembra con sólo una cría.
Así se garantiza la supervivencia de todos los recién nacidos, ya que es difícil que una oveja pueda sacar adelante más de dos hijos. Es una vida dura, sin horarios ni fiestas, siempre pendiente de las previsiones meteorológicas. Pero se desarrolla en un entorno paradisíaco. Y hay otros alicientes. Dice la granjera: “Vivo en un caserón con un jardín enorme; un jardín de más de 6.000 hectáreas. ¿Cuántas personas vivirían en India en 6.000 hectáreas”.
No cuesta imaginarse la zozobra que la embargó cuando se enteró de los planes para construir la central hidroeléctrica de Búland, a menos de cuatro kilómetros en línea recta desde la puerta del lavadero de su granja, Aquel era el epicentro de sus mejores pastos, los primeros que brotan en primavera. El proyecto, sin embargo, era hiperbólico y no afectaba sólo a sus tierras. El impacto sobre el territorio de las infraestructuras previstas era enorme.
Las obras iban a llegar hasta la montaña de Hólaskjól, al norte, y, al sur, hasta la carretera de circunvalación del país. Sólo uno de los diques proyectados tenía 60 metros, la misma altura que la torre de la iglesia Hallgrímskirkja de Reikiavik. La empresa se las prometía muy felices. La cabecilla de las protestas era una mujer soltera, sin hijos. Claro que no era la única que recelaba de las promesas, pero su caída sería la primera del resto de las piezas del dominó.
La hidroeléctrica se equivocaba con ella tanto como las personas que le dijeron de niña: “Serás granjera cuando te hagas mayor y te cases”. Como una Erin Brockovich islandesa, desmontó una a una todas las mentiras del proyecto. Le ofrecieron mucho dinero por sus tierras e, incluso, dividendos sobre los beneficios de la hidroeléctrica. Cuando eso no funcionó, la amenazaron con expropiar su granja y la inundaron con sobres certificados.
Heiða Guðný Ásgeirsdóttir adelgazó muchísimo y estuvo a punto de perder la salud. Y no sólo la salud. También las amistades de quienes creían que la central sería un maná para la región. Pero se mantuvo firme y denunció que las obras destruiría para siempre un entorno de gran valor natural. Y, además, “¿cómo podemos vender algo que no es nuestro?”, decía. “Acaso ¿no son tuyas tus tierras?”, le preguntaban. “No. Son de quienes vendrán cuando yo haya muerto”.
Explicaba que no tenía derechos sino obligaciones sobre la tierra o el agua de su granja. No podía vender ni dañar estas riquezas, sino conservarlas para el futuro. “Los seres humanos somos mortales. Yo me iré y llegará gente nueva, llegarán ovejas nuevas, aves nuevas, y así sucesivamente. Pero la tierra, con sus ríos y sus lagos, sus plantas y sus desiertos, ha de seguir viviendo”.
Sin embargo, “las centrales eléctricas no pasan. Son irreversibles, nada vuelve a ser como antes después de ellas”. Este discurso fue arraigando poco a poco entre la población. La granjera, a la que siempre le había costado hablar en público y que odiaba tener que ir a la ciudad, entró en la política local y abanderó el activismo ecologista. Fue David contra Goliat, pero esta vez, como tantísimas otras, David era una mujer. A finales de marzo del 2016 el Parlamento islandés declaró el territorio afectado por la central hidroeléctrica de Búland zona de protección integral.
Y Heiða regresó por fin a la tranquilidad de los horarios interminables y las faenas agotadoras. Este es el peaje que paga gustosa por trabajar como generaciones y generaciones de granjeros antes que ella y como ojalá sigan haciendo generaciones y generaciones que aún no han nacido. Segar, esquilar, reparar los cercados, reconstruir los oviles, ayudar en las parideras… Una vida dura, sí, pero en la tierra que ha salvado y que un día la acogerá en su seno. Allá, en los “confines del mundo habitable”. En el paraíso.
Me avergüenza causar tanto revuelo por haber trabajado de modelo, en vez de cavando zanjas o haciendo cualquier otra cosa decente”
HEIÐA GUÐNÝ ÁSGEIRSDÓTTIR (‘Heiða, una pastora en el fin del mundo’)